La vieja que flota

A mamá le gustaba esta isla. Había venido con amigos cuando era joven y siempre me hablaba de la gente, de las playas, del pueblo de pescadores, de unas bahías secretas donde se pone el sol. Era como una luz azul celeste que le había quedado pegada para siempre en el recuerdo. Después se murió, después me casé. Yo propuse venir a la isla de luna de miel, pero mi marido no quiso. Después perdí dos embarazos, después me separé, después me recibí de traductora, después me sacaron un pecho, después me sacaron el útero. A los 53 años vine por primera vez a la isla. Y me quedé. 

Era La Argentina, al principio, así me llamaba. Repartí volantes de la escuela de buceo en la peatonal, fui recepcionista en el Village Paraíso, mesera en varios restaurantes, limpié casas, cuidé niños, atendí locales de souvenirs... Trabajé de todo, temporada alta, temporada baja. Y nunca dejé de meterme al menos una vez al día en el mar. 

Siempre lo hago igual. Dejo mis sandalias, el pareo y mi llave en la orilla y entro al mar hasta donde no hago pie. Y ahí hago la plancha. Todos los días. A veces con lluvia. Si puedo ir al mediodía, mejor. Hago la plancha boca arriba, floto. No más de 5 minutos. Dejo de tener peso, respiro, el mundo me hamaca con su ritmo amable, la respiración de las olas me sube y me baja y me vuelve a subir, me lava de lo que no quiero ser. El sol en mis párpados cerrados hace como unas flores coloridas, como un caleidoscopio de formas redondas, unos mandalas de luz y de sangre. ¿Qué son? Deben tener una explicación anatómica, médica, pero yo lo siento y los veo como círculos de una paz rosada en la que me dejo caer, hacia arriba. Entrego mi cuerpo cortado, mutilado, mis cicatrices, al mar, a Iemanjá, acá estoy para cuando me quieras llevar, le digo sin hablar. Después salgo del agua y vuelvo a mis rutinas. 

Una tarde, atravesando los bares detrás del puerto, noté que los meseros miraban algo en el mar, alguien había visto un yacaré, decían, y trataban de adivinar qué era lo que se veía en el agua. Escuché que uno de ellos dijo: debe ser la vieja que flota. Yo no entendí, en el momento. Hasta que uno me vio y se codearon y aguantaron la risa. Después sí entendí. Yo ya no era más La Argentina; era La Vieja Que Flota. Me dolió lo de vieja, claro, pero una vez asumido el golpe, me encantó el apodo. 

Soy La Vieja Que Flota y acá sigo aguantando. Somos pocos los que nos quedamos. Muchos van y vienen. Algunos vienen un tiempo y se vuelven a Bahía. Los varones crecen y se van a trabajar a la refinerías de Camaçari. Algún turista se queda, pasa dos veranos y la pobreza lo empieza a roer, se desespera, se enoja, se vuelve derrotado a su ciudad. No saben flotar. Pasaron novios míos también, amores, amorcitos, un par de canosos adorables, pero tampoco sabían flotar. Dentro del agua me suelto de sus manos, sus olores, sus furias. Ahora hace tiempo que no ando de novia con nadie. Mejor así. Veinte años llevo aquí. Alquilé el local de la librería, le puse de nombre La Vieja Que Flota. Se venden más souvenirs que libros, es verdad, pero algo se vende y no tengo jefe. 

Al mediodía cierro el local y me meto en el agua, me entrego al sol y a veces hablo con mamá, le digo: mamá, mirá, acá estoy en tu isla, vos me la encontraste para mí, la cuidaste siempre en tu recuerdo, me contagiaste la luz, acá estoy, soy La Vieja Niña Que Flota, en la luz de tu pecho, en mi cicatriz, mirá, mamá, no voy más a los médicos, me siento bien y a veces hasta me hace sonreír saber que otros verán el mar y que todo va a seguir brillando cuando yo ya no esté.

Pedro Mairal