La entrega
Desconecté la laptop que estaba en el living y la traje a la cama para escribir. La apoyo sobre mis piernas en una almohada. No quiero despertar a mi hijo que está durmiendo ahí. Tengo un departamento de dos ambientes y algunos días de la semana él se queda conmigo. Mañana temprano lo llevo al colegio. De a poco se está acostumbrando a dormir en el sofá cama de la habitación de al lado. El primer día que vio dónde iba a dormir me dijo: «Pa, mi cuarto es también el living y el comedor». Un niño perspicaz; tiene ocho años. Por ahora no puedo alquilar algo mejor. Aunque no está mal el departamento. Pero no es de eso de lo que quiero hablar, sino del impulso que sentí ayer y antes de ayer cada vez que pensaba en escribir lo que estoy escribiendo ahora. Cuando premeditaba esto manejando, o bajo la ducha, o tirado en la cama, me parecía que tenía en la punta de la lengua toda la fuerza verbal, la cadena de frases que me iba a llevar a lo largo de estas páginas. Podía sentir esa vaguedad sintáctica del fluir de conciencia, esa instancia previa al lenguaje articulado donde todo parece posible. No diría que es una sensación falsa, porque lo que se siente realmente es que el texto ya está ahí, se intuye el párrafo, la progresión de imágenes, de ideas, la posible secuencia orgánica de la frase. Ese sueño diurno es real, esa emoción estética existe. Pero uno se sienta frente al teclado para escribir y esa ilusión de gracia se vuelve torpeza, como quien soñó que bailaba livianamente y una vez despierto intenta sin suerte hacer lo mismo.
Quizá lo que llaman oficio de escritor no sea más que ser capaz de soportar esa desilusión, sabiendo que uno se entrega a lo desconocido, porque en esta gran incomodidad de las palabras reales y toscas hay una aventura, algo hacia lo cual nos movemos a tientas. Por ejemplo, ahora no sé para dónde irán los siguientes párrafos, y sin embargo estoy dispuesto a ir interrogando al lenguaje para ver la dirección que voy a tomar. De vez en cuando necesito dejarme llevar por la improvisación, porque en general trabajo dentro de estructuras y géneros literarios preestablecidos: novelas, cuentos, poemas, todas cajitas dentro de las cuales me muevo; novelas como casas, relatos como edificios de departamentos, poemas de dos ambientes, este poema es el living y también el comedor, pa. La improvisación se me cruza un poco con la escritura automática que proponía el surrealismo pero, como dice Watanabe, «(...) yo no soy surrealista, soy empleado», así que no me tomo esos exabruptos automáticos demasiado en serio; de hecho, mi inconsciente me aburre un poco. En general, me salen párrafos llenos de puteadas y obsesiones, palabras repetidas, trabalenguas, pura angustia verbal, anomia. Aunque de vez en cuando salen curiosidades en esa confusión, en ese caos; aparecen ideas para cuentos, pequeños pornohaikus, combinaciones extrañas, monstruos que me terminan gustando. Es un ejercicio que hago cuando estoy bloqueado, escribir lo que salga, un ejercicio por momentos más cercano a la mecanografía que a la escritura (iba a decir literatura, pero últimamente prefiero evitar esa palabra).
Lo bueno de no saber para dónde vamos es que nos permite salirnos de nosotros mismos por un rato, como esos momentos del viaje en los que uno guarda el mapa y se entrega al enredo de las calles desconocidas, se aleja del circuito trazado previamente... Ahora que lo pienso esta metáfora del autor entregado a los vericuetos del lenguaje como el flâneur paseando perdido por la ciudad ya la explotó muy bien Cortázar, así que mejor no agarro por ahí. A veces me gustaría escribir sin metáforas, sin comparaciones, porque la comparación es un recurso que uso demasiado, esto es como esto otro, A es igual a B, todo termina teniendo un cachivache adosado, toda idea termina entorpecida con una bola de preso atada al tobillo. Ahí, por ejemplo, acabo de hacerlo otra vez. La manía se debe seguramente a que me cuesta mucho pensar en abstracciones puras. Siempre transformo en imágenes las ideas, no las dejo en paz, necesito corporizarlas, volverlas tangibles. La matemática es para mí un mundo fantasma que se me escapa de la cabeza, no logro aprehenderlo, salvo que esté convertido en geometría, esa disciplina que de alguna manera logra fotografiarle el alma a la matemática y la vuelve un poco más visible. Siempre me fue bien en geometría. Acepto la idea de un espacio abstracto, pero no logro concebir la pureza de los números.
Por eso escribo, supongo, porque me gusta recrear la experiencia sensible a través del lenguaje; quiero que el lector toque, huela y sienta que está ahí, intento hacerlo con pocas palabras, dejándole zonas incompletas, como para que su cerebro termine de armar la situación. Hay un dibujo de Picasso donde se ve un ramo de flores, una está muy bien dibujada, las demás son apenas garabatos, pero nuestro cerebro las completa, las vuelve flores perfectas. Picasso nos induce a que lo hagamos, las flores suceden dentro de nosotros, florecen, nosotros las inventamos. Me interesa esa escritura que confía en el lector y arma esa especie de máquina que el lector echa a andar como mejor le parece, a su velocidad, con su propio estilo. Por eso prefiero no indicarle al lector cómo tiene que leer. No me gustan los textos sobreexplicados, la profundidad explícita. Como esos amigos (acá va otra comparación) que nos hacen escuchar una canción y nos señalan las mejores partes y nos dicen «escuchá qué triste este solo» y ya a nosotros no nos parece tan triste porque nos dijeron lo que teníamos que sentir. Hay escritores que escriben así, señalando lo profundo de su historia. Yo prefiero pasar por superficial, pero teniendo en cuenta que en la superficie aflora lo profundo de la vida. Y hasta diría que no existen los autores profundos sino los lectores profundos.
Me gusta Chéjov, ese médico que cuenta casi riéndose situaciones llenas de dolor. La habilidad de Chéjov es lograr que ese dolor sea intuido por los lectores, sacado por los lectores mismos desde ese fondo negro inexplicado. Ahí está el arrojo y la aventura de un lector: poner todo de sí, volcar su propia experiencia en la lectura, aceptar el juego, la invitación que el autor hace, como los chicos cuando dicen «dale que ahora somos piratas y atacamos un barco y le prendemos fuego». El lector, el buen lector, contesta sí, dale, e inventa también el juego a su vez. Porque uno abre un libro y lo espera todo de ese libro. Uno está dispuesto a darse entero en la lectura, a darle atención, silencio, uno renuncia a la realidad cuando se abstrae leyendo, se transparenta, se ausenta. Está bien inventada la expresión volcarse a la lectura, porque uno se vacía hacia la palabra escrita y entrega la imaginación a esa existencia paralela, dispuesto a dejarse llevar... Hasta acá llegué cuando de pronto apareció mi hijo en el marco de la puerta tomándose lo que quedaba de agua en su taza de Dragon Ball Z. Tengo mucha sed, pa. Me levanté, él me siguió a la cocina y abrimos la heladera. Saqué el botellón y le serví. Mientras se tomaba el agua helada a grandes sorbos, lo miré y lo vi como por primera vez, porque estábamos metidos dentro de un poema breve y simple que decía que a mí me gustaría escribir así, como dándole agua a mi hijo en medio de la noche.
Pedro Mairal