Decir que no
En una entrevista en la revista francesa Vacarme, Judith Butler hablaba sobre el acoso sexual y se remontaba a las disputas feministas norteamericanas conocidas como las Sex Wars. Lo hacía para recordar que el corazón de aquella profunda escisión no fue la famosa cuestión de la pornografía, sino un asunto más estructural: el problema del consentimiento. El punto de partida fue el libro Sexual harassment of working women (1979), donde Catherine MacKinnon problematizaba la capacidad de las mujeres trabajadoras para decir no a las insinuaciones sexuales de hombres en posiciones de poder. La autora quería poner sobre la mesa el hecho de que, en contextos laborales, las mujeres que rechazaban invitaciones sexuales por parte de sus jefes se exponían a represalias y que, por lo tanto, su capacidad para consentir quedaba en entredicho. Hasta este punto, como dice Butler, todas las feministas podríamos estar de acuerdo. La existencia de fuertes jerarquías en ámbitos de poder institucional —en el trabajo, en la universidad, en el ejército, etcétera.— deben tenerse en cuenta a la hora de pensar el acoso sexual. A partir de aquí, la conclusión podría ser que incorporar una mirada feminista implica contextualizar la sexualidad y que en determinados contextos a veces no es posible decir que no. Esto es lo que fue incapaz de ver uno de los jueces de la primera sentencia de La Manada, que emitió un voto particular basado en la inexistencia de ninguna situación intimidatoria o ningún abuso del poder. Contrariamente, el Tribunal Supremo argumentó, correctamente, que “en el contexto que se describe en los hechos probados, el silencio de la víctima, solo se puede interpretar como una negativa”. Frente a las cegueras de los prejuicios machistas, el feminismo reivindica una justicia que sepa, simplemente, juzgar bien.
¿Dónde están entonces esos grandes desacuerdos feministas? Judith Butler los explica recordando que MacKinnon “pronto añadió a su argumento inicial que los hombres tienen el poder y que las mujeres no lo tienen; y que el acoso sexual es un modelo, un paradigma que permite pensar las relaciones sexuales heterosexuales como tales. En alianza con Andrea Dworking, MacKinnon llega a describir a los hombres como si siempre estuvieran en la posición dominante. Esta evolución —dice Butler— fue un error trágico. La estructura del acoso sexual dejaba de ser concebida como una contingencia determinada por un contexto institucional: se generalizó hasta el punto de manifestar una estructura social en la que los hombres dominan y las mujeres son dominadas. Por tanto, las mujeres eran siempre víctimas de chantaje, se encontraban siempre en un ambiente hostil. Peor todavía, el mundo mismo era un ambiente hostil y el chantaje era simplemente el modus operandi de la heterosexualidad” (Judith Butler, Una ética de la sexualidad, 2003).
Convertir el acoso sexual en la lógica misma de la sexualidad llevó al feminismo de la dominación a considerar el sexo como un terreno inevitablemente peligroso para las mujeres. Y bajo las premisas de un enorme sistema de abuso de poder generalizado, ese feminismo generalizó también nuestra minoría de edad sexual. Por mucho que las mujeres aceptaran pactos sexuales —el trabajo sexual, la pornografía o las relaciones sadomasoquistas—, esos síes eran inválidos porque las condiciones para consentir están ya siempre de antemano invalidadas. Una parte del feminismo norteamericano, la que criticó la prohibición del porno, se opuso a lo que consideró una indefendible limitación de nuestra agencia sexual que solo podía desembocar en políticas penales paternalistas. Pero las tesis de MacKinnon encontraron una receptiva acogida en una sociedad americana puritana altamente temerosa del sexo. Las activistas organizadas alrededor de WAP (Women Against Pornography) trabaron productivas alianzas con el moralismo conservador de la derecha norteamericana de Ronald Reagan y, desde un potente altavoz social, pudieron aprobar leyes prohibicionistas vigentes a día de hoy.
Secuestrado por los eslóganes fáciles y las guerras partidistas, el problema del consentimiento está quedando obturado en el debate español. El relato simplón es que el consentimiento —supuestamente obvio, unívoco y claro— tiene como único obstáculo unos jueces machistas que se niegan a incorporarlo a la ley. El problema de fondo es completamente otro: las dificultades que implica legislar sobre esta materia tienen que ver con un problema prejurídico, un debate político que es incluso interno al feminismo y que dibuja dos maneras muy distintas de entender la cuestión. La pregunta es si el derecho tiene que proceder como si la coacción sexual fuera un caso o una regla, como si el sexo fuera a veces peligroso o como si lo fuera per se, como si decir que no fuera imposible en ocasiones o como si no fuera posible nunca, como si el silencio significara a veces una negativa —”en ese contexto” decía la sentencia del Supremo— o como si lo significara siempre.
Bajo el poderoso influjo cultural de EEUU —pensemos, por ejemplo, en la expansión mundial del #MeToo—, la sociedad española lleva tiempo importando los discursos mainstream norteamericanos y asumiendo sus marcos dominantes. Los últimos años los periódicos y las televisiones de nuestro país se han llenado de casos en los que la capacidad de las mujeres para consentir una relación sexual —bien por ser menores de edad, por estar inconscientes, por estar en un portal amenazante— se veía completamente anulada o seriamente comprometida. Esos ejemplos han entrado en escena colonizando nuestro imaginario sexual, pasando de ocupar el lugar de la excepción al del paradigma. Estamos pensando el conjunto de la sexualidad desde dentro del portal de La Manada. Y esta americanización del sexo, esta expansión ilimitada del argumento de la desigualdad, solo puede llevarnos a donde llevó a MacKinnon. Recientemente, algunos cargos académicos de universidades catalanas reivindicaban la normativa yankee y planteaban directamente la prohibición de las relaciones entre profesores y alumnos.
Hay otra manera de pensar el sexo y, por consiguiente, de pensar el consentimiento. Una por la que llegaríamos a la conclusión de que, en general, el derecho debe proceder como si, en ausencia de coacciones y amenazas, las mujeres sí podemos y sabemos decir que no —de hecho lo decimos—. Una en la que el derecho debe poder reconocer los contextos de peligro e intimidación que anulan nuestra voluntad, pero pensándolos como caso, no como regla. Solo así podemos asumir eso que algunas no estamos dispuestas a dar por perdido: que tanto nuestros noes como nuestros síes son válidos y que, por tanto, deben ser respetados tanto por los hombres como por el Estado.
Si vamos a incorporar cada vez más los discursos del peligro, entonces tengamos clara la advertencia de Butler: se empieza poniendo en cuestión la capacidad de las mujeres para decir que “no” más allá de ciertos contextos y se acaba asumiendo que el consentimiento es falso cuando las mujeres dicen que sí. Los discursos actuales del consentimiento están negando justamente este problema. Y lo hacen sosteniendo una paradoja: desde una confianza ilimitada en el lenguaje, un híper contractualismo feroz y un fetichismo de la afirmación —que ya hemos comentado en anteriores textos— presuponen, por una parte, que el sí de las mujeres es una expresión libre y auténtica, mientras sostienen, por otra, que en este mundo peligroso las mujeres no pueden decir que no.
Pero, si no es posible decir que no, ¿por qué iba a ser posible decir que sí desde la libertad? Conviene recordar que, en efecto, en un contexto de amenaza, coacción o intimidación validar un sí sería legitimar jurídicamente una cesión y, por tanto, hacernos decir que sí sería la peor de todas las trampas. Podemos ponerle muchos apellidos al sí —añadir que ha de ser “libre” o que ha de ser “reversible”— pero el problema nos sigue esperando a la vuelta de la esquina. La veracidad del consentimiento no depende de que usemos determinadas fórmulas o incluso determinadas palabras mágicas. De hecho, el consentimiento que se presta en una boda se parece bastante en su expresión a la forma que se le pide hoy al consentimiento sexual; también es verbal y explícito y, por supuesto, también es afirmativo, pero eso no quiere decir que las mujeres fueran precisamente libres por decir un “sí, quiero”. Como explica Geneviève Fraisse en Del consentimiento, solo podemos considerar que las mujeres fueron libres de casarse cuando, muchos siglos después, conquistaron el derecho al divorcio. Lo único que hace libre al sí, lo único que lo hace reversible, lo que lo distingue de un sí esclavo, es que decir que no sea posible.