El problema del consentimiento
El consentimiento es todo un problema. Un gran problema político y filosófico. Mentado sin parar en tertulias e informativos televisivos, objeto de didácticas explicaciones en redes sociales, invocado en discursos políticos que lo nombran pretendiendo zanjar discusiones, el consentimiento es tratado hoy como una solución, como una respuesta. El problema es que, lejos de ser algo claro y distinto, algo evidente, algo que se entiende de modo inmediato y que todos entendemos igual, esconde una profunda oscuridad. Encierra en su interior una enorme ambigüedad y, al mirarlo de cerca, más que respuestas, nos empieza a plantear preguntas. El consentimiento, convertido hoy en una especie de gran solución, es, sin embargo, un problema.
“El consentimiento parece una palabra simple, una noción transparente, una bella abstracción de la voluntad humana. Sin embargo, es oscura y espesa como la sombra y la carne de todo individuo singular”. Así lo expresa la feminista francesa Geneviève Fraisse, que escribió en 2007 Du consentement, una obra dedicada a exponer las polisemias de un concepto inseparable de muchas de las batallas políticas y legales que las mujeres han dado para conquistar derechos. El consentimiento, ligado desde el derecho romano a la figura del contrato, ha sido central para pensar el matrimonio como un pacto mutuo, para defender el derecho al divorcio o para otorgar a las mujeres capacidad de negociación en cualquier actividad relativa al trabajo sexual. Pertenece especialmente al lenguaje político del contractualismo liberal y es una piedra angular del proyecto político moderno, construido bajo la premisa en la que a su vez se asienta el derecho: que los sujetos mayores de edad pactamos libremente ante los otros y ante el Estado.
Sin embargo, si seguimos pensándolo, el consentimiento encierra otra significación. Como si tuviera dos caras, como si pudiéramos mirarlo del derecho o del revés, el consentimiento es en sí mismo contradictorio. En la tradición de un pensamiento político de izquierdas, la que ha puesto su atención en la existencia de relaciones de desigualdad y estructuras que dominan a los sujetos, la que ha criticado el carácter ficticio de la igualdad que presupone el derecho, consentir puede ser más bien ceder ante el poder fáctico del otro. “¿Se trata entonces de pura libertad o de inevitable relación de fuerza?” (Fraisse, 2007). La pregunta está magistralmente planteada porque, en efecto, el problema del consentimiento es pensarlo en cualquiera de estos dos extremos: o bien como pura libertad, en un mundo sin poderes ni fuerzas, o bien como cesión ante una fuerza inevitable, en un mundo donde no cabe la agencia y la libertad. Una vía lleva al neoliberalismo, la otra lleva a la vieja teoría de la falsa conciencia y al proteccionismo paternalista de unos sujetos sin agencia. ¿En cuál de estos dos callejones sin salida estamos hoy encerrados? El problema del consentimiento en nuestra época actual es que lo estamos pensando a la vez de estas dos formas extremadamente antagónicas y profundamente equivocadas. Pertenece a nuestra época tanto un hiper contractualismo que subsume toda relación social bajo las lógicas del contrato como una asfixiante teoría de la dominación que respalda los marcos securitarios. O, dicho de otro modo, el problema del consentimiento —su contradicción interna— encierra el problema político de nuestros tiempos; el de cómo escapar a la disyuntiva mortal entre el neoliberalismo y el proteccionismo reaccionario.
El debate actual sobre la ley del sólo sí es sí trae como mar de fondo esta complejísima cuestión, aunque un estruendo mediático y una fuerte confrontación entre partidos no permite que se entienda nada. El constante mensaje del Ministerio de Igualdad de que por primera vez su ley “pone el consentimiento en el centro” emborrona y distorsiona aún más la cuestión. Como cualquier jurista sabe, el consentimiento ya era, obviamente, el eje central para delimitar los atentados contra la libertad sexual. Si la intimidación o la fuerza son circunstancias determinantes es, justamente, porque tanto la fuerza como la intimidación invalidan las condiciones en las que un sujeto puede expresar su voluntad. ¿Qué es, entonces, lo que ha llegado de nuevo a nuestro Código Penal? Una particular manera de pensar el consentimiento —la doctrina jurídica del consentimiento afirmativo— que lleva décadas avanzando en el contexto anglosajón y que ha sido especialmente influyente en Estados Unidos, verdadero país pionero en las leyes del solo sí es sí (sí, allí también se llaman así).
Tenemos de fondo un debate complejo y la ciudadanía no podrá participar de él si lo reducimos a un problema que consiste en que hay jueces dispuestos a aplicar el consentimiento y otros jueces que no. Obviamente, hay machismo en nuestra judicatura, pero estamos ocultando el verdadero dilema si negamos que el problema de fondo es prejurídico, que las leyes que los jueces aplican presuponen una u otra mirada sobre la realidad social, sobre el sujeto y sobre la sexualidad y que es esa la pregunta que las izquierdas deben enfrentar. En toda legislación que quiera regular el consentimiento sexual aparecerá el viejo y profundo problema que planteaba Geneviève Fraisse: ¿Puede haber en el sexo un pacto entre iguales o es el sexo inevitablemente un escenario de relaciones de dominación? ¿Debe el derecho poner en entredicho el consentimiento de las mujeres frente a hombres poderosos o en un mundo patriarcal toda relación heterosexual vicia las condiciones en las que las mujeres pueden expresar su voluntad? ¿Hay contextos intimidatorios —como aquel portal del caso de La Manada— donde una mujer no puede expresar un no, o el sexo mismo es intimidatorio en todo contexto y en todo lugar? Es este el debate que tenemos enfrente y toda reformulación jurídica del consentimiento adopta una determinada manera de enfocarlo, comprometiéndonos con una toma de posición.
Al importar las doctrinas jurídicas del contexto norteamericano, herederas del gran calado social que tuvo el movimiento Women against pornography en una sociedad tradicionalmente puritana, estamos importando el problema del consentimiento en su máxima expresión. Porque estamos incorporando una enorme contradicción. Por una parte, una lógica expansivamente contractualista propia de una sociedad neoliberal que trata de imponer incansablemente al sexo los marcos del derecho mercantil. ¿Y puede el sexo ser un pacto transparente? ¿Puede acaso un consentimiento sexual rescindirse como quien rompe un contrato económico? ¿Acaso sabemos qué es lo que estamos pactando cuando nos embarcamos en una relación sexual? Pero el problema es aún más enrevesado, porque junto a la lógica liberal del pacto, ciega a la opacidad del deseo, estamos también importando los fundamentos filosóficos del feminismo americano de la dominación; ese cuyo corazón filosófico es que el mundo es demasiado desigual y peligroso para dar por buena la capacidad de las mujeres para consentir. Esta contradicción estalla de lleno en el interior de unas propuestas legislativas que están llegando, entre otros, al escenario español. Unas leyes que creen tanto en el contrato como para afirmar que incluso en nuestras camas con nuestras parejas ha de darse una negociación previa y que, a la vez, creen tan poco en el contrato como para defender que, aunque una trabajadora sexual diga que sí, el Estado ha de negar su capacidad para consentir. Tenemos un endiablado problema por pensar y esa es la pregunta que nos plantea la cuestión del consentimiento. En posteriores textos entraré en las posibles propuestas. Este texto solo quería dibujar el problema, pero valga este dibujo para apuntar que ninguna solución vendrá ni del discurso neoliberal ni de los discursos del peligro. Que, por otra parte, aunque aparentemente contradictorios, encuentran en nuestra actual manera de pensar el sexo una eficaz alianza. Pensemos el problema del consentimiento con esta advertencia en el horizonte: toda sociedad hiperregulada y colonizada por el discurso neoliberal requiere el miedo a los otros y necesita convertir la relación social misma en un peligro del que protegernos.
Clara Serra