El ciervo de Dreux

A Dreux lo conocí un mediodía de otoño; al ciervo, exactamente cinco años después. Ese primer mediodía había salido de casa con un sol brillante y de pronto, sin aviso, se largó a llover. Llovía como en la Biblia y en unos minutos las calles angostas del barrio de Belgrano se convirtieron en ríos taimados; las mujeres se apiñaban en las esquinas calculando el lugar más alto por donde cruzar; una vieja golpeaba con su paraguas el costado de un colectivo que no quería abrirle, y en las puertas de los locales los empleados miraban cómo el agua lamía las veredas y se apuraban a instalar las compuertas de hierro que habían comprado después de la última inundación. Yo tenía que pasear a un grupo de extranjeros por una colección privada. A eso me dedicaba y no era un mal trabajo, pero mientras esperaba que llegaran mis clientes guarecida bajo el techo de un bar, un taxi pasó demasiado cerca del cordón y bañó mi vestidito amarillo. Tres autos más tarde amainó, tan de golpe como había empezado, y a través de las últimas gotas de lluvia, que caían suspendidas como una cortina de cuentas de cristal, llegó el taxi de mis clientes. Eran norteamericanos, una pareja de mediana edad, ella de blanco y él de negro, y venían impecables y secos, como si el chofer acabara de retirarlos de la tintorería. 

Entramos en una casa que alguna vez había sido un petit hôtel rodeado de un amplio jardín y ahora estaba encajonada entre un edificio racionalista y un ostentoso chalet californiano. Un mayordomo nos llevó hasta el living deslizándose cual anguila entre el mobiliario. Quince minutos después, se abrieron unas puertas corredizas hasta entonces invisibles y apareció la coleccionista. Me miró. La miré. Sin duda ella era mejor que yo en el jueguito de sostener la mirada. Vestía de gris. Alrededor de la boca tenía los frunces de amargura de las mujeres pasados los cuarenta, su nariz aquilina era un arma afilada y sobre su suéter de cachemira llevaba un broche dorado de algún animalito que, por la distancia que mantuvo conmigo durante toda la visita, no llegué a identificar. 

La mujer me escaneó con el mismo estupor con que la noche anterior me había dicho por teléfono que no entendía mi insistencia en ir cuando ella bien podía enseñar las pinturas sola. Yo era directora, secretaria, cadeta y guía en mi empresa, así funcionaban esos tours privados que me mantenían a flote, le había intentado explicar, aunque no con esas palabras. «Está bien, veo que es ambiciosa, la espero a las doce», dijo ella antes de cortar. Y ahí estaba yo al día siguiente, chorreando agua sucia sobre su parquet encerado. La mujer mandó traer un calzado alternativo. Minutos después, yo oficiaba de guía en peludas pantuflas blancas para un grupo de personas que me había perdido todo respeto. Lo único que me quedaba era el comentario ingenioso, el ojo sagaz, y venía más o menos encaminada cuando me topé con un tordillo que galopaba hacia mí bajo un cielo color peltre. Miré a mi anfitriona un instante; no fue más que un microsegundo, pero mis ojos estaban condenados a no engañar a nadie. Ella sonrió satisfecha: 

—Alfred de Dreux. ¿No lo ven en la facultad? ¿En siglo diecinueve? —dijo mientras prendía un cigarrillo con boquilla de marfil entre sus largos dedos, de los que era obvio que se enorgullecía. 

—Por supuesto. Es un cuadro magnífico —dije. 

Era una doble mentira: nunca había oído hablar de Dreux y el cuadro me parecía sólo lindo, bien pintado pero no más que eso. 

—No me diga —dijo ella, y exhaló el humo formando un anillo perfecto que flotó hacia mí a través de la habitación. 

Los yanquis sonreían planos, artificiales y en blanco y negro, como en el rompecabezas de Jorge de la Vega. 

Como dije, al ciervo de Dreux lo vi cinco años después, otro mediodía tormentoso de abril en que había ido a pasear al Museo de Arte Decorativo. Estaba sola, que es como me gusta ver las cosas por primera vez, y preparada para la lluvia con unas preciosas botas de goma de media caña. Puede que tener un calzado digno haya tenido algo que ver, pero esta vez mi encuentro con Dreux fue fulminante, lo que A.S. Byatt llamaría the kick galvanic. Me recordó que en la distancia que va de algo que te parece lindo a algo que te cautiva se juega todo en el arte, y que las variables que modifican esa percepción pueden y suelen ser las más nimias. Apenas verlo, empecé a sentir esa agitación que algunos describen como un aleteo de mariposas pero que a mí se me presenta de forma bastante menos poética. Cada vez que me atrae seriamente una pintura, el mismo papelón. Me han dicho que es la dopamina que libera mi cerebro y aumenta la presión arterial. Stendhal lo describió así: «Saliendo de Santa Croce, me latía con fuerza el corazón; sentía que la vida se había agotado en mí, andaba con miedo de caerme». Dos siglos después, una enfermera del servicio de urgencias de Santa Maria Nuova, alarmada ante el número de turistas que caían en una suerte de coma voluptuoso frente a las esculturas de Miguel Ángel, lo bautizó síndrome de Stendhal. 

Ese mediodía, para guardar la compostura, me alejé a través del jardín de invierno. Caminaba tambaleante como sobre la cubierta de un barco, ladeándome de acá para allá, los ojos como brújulas desmagnetizadas. Salí a tomar aire y volví, armada psicológicamente para el encuentro, y fue un alivio ver que el Dreux todavía estaba ahí. Colgaba en lo que había sido el comedor de la familia Errázuriz, un salón barroco francés, copia de uno que está en Versailles; un lugar grande pero no desmesurado que en otoño podría ser amablemente cálido con la luz entrando por los ventanales que dan al jardín, pero es más bien un hielo, porque los de seguridad mantienen las persianas cerradas y suponen que una estufita de cuarzo del tamaño de un ladrillo puede hacer todo el trabajo.

Hay, en realidad, dos Dreux en ese salón, dos escenas de caza pintadas a mediados del siglo XIX, pero a mí se me van los ojos hacia una, y aunque la descripción de cuadros sea siempre un incordio, no tengo opción: es una pintura vertical, en ella una jauría de perros acorrala a un ciervo, el combate animal está apilado en la parte baja del cuadro y en la parte alta, que juraría fue agregada después para adaptar la pintura a los altos techos del salón, hay un paisaje de cielos celestes, nubes encrespadas y un árbol genérico que podría ser cualquiera. Es una pintura bastante convencional, no se los voy a negar, pero aun así me atrae. Es más, me pone nerviosa. 



Alfred de Dreux tenía siete años cuando, recorriendo Siena junto su padrino, se topó con el gran Géricault, el mártir del romanticismo francés. Géricault estaba en la ciudad estudiando las líneas de Simone Martini. Buscaba devolverle al arte del retrato la fuerza perdida en algún recodo del camino y, cuando posó su mirada sobre el circunspecto Alfred, pensó que sería un exquisito modelo. Lo retrató sobre unas rocas una tarde en que el föhn soplaba desde las colinas sienesas e irritaba las mejillas del niño. En realidad lo retrató en su taller e inventó lo demás. Es un cuadro agudo, atípico para una época que no sabía mirar a los jóvenes sino como adultos en miniatura: el joven Alfred sorprende por la vivacidad de sus ojos y su temple sanguíneo. 

Parece uno de esos encuentros que determinan destinos o sellan pactos, porque dos meses después, cuando Alfred visitó a Géricault en su taller de París, descubrió que el maestro no era sólo un pintor de escenas épicas con balsas a la deriva y escalofriantes retratos de locos; Géricault pintaba también animales en estado puro: caballos, leones y tigres estudiados con la misma lucidez con que estudiaba a los hombres. Esas imágenes impactaron en la mente permeable del joven Alfred y, años más tarde, cuando el duque de Orleans buscó un pintor para sus establos, eligió a Dreux entre cientos de postulantes, lo que le valió la fama del mejor pintor de caballos de Francia. Tras la Revolución de 1848 su virtuosismo llegó a oídos de Napoleón III, y cuando este tuvo que emigrar con su familia a Inglaterra invitó repetidas veces al pintor para que le realizara los retratos ecuestres. Dreux murió a los cincuenta años, en París, de un absceso hepático que arrastraba de su estancia en Inglaterra, pero en los salones corrió el rumor de que el absceso era en realidad una herida de sable, propinada en duelo por Fleury, ayuda de campo del emperador, por motivos que la corte en el exilio se encargó celosamente de tapar. 

¿Qué pensarían de estos cuadros las visitas a lo de Errázuriz? ¿Se detendría alguien, alguna vez, a mirar los Dreux? ¿O les serían tan invisibles como un empapelado beige? Me los imagino sentados a la mesa. Han terminado de retirar el primer plato cuando la puerta se abre y entra el maître con la carne servida sobre un lecho de hierbas y papas al vapor, con una pincelada de manteca fresca y perejil recién picado; le sigue un mucamo con la salsera de plata adornada con cornamusas en relieve. Alguien comenta los avances en las negociaciones con Chile: no habrá guerra. El señor Errázuriz tiene detalles; después de todo, es el embajador de su país. Su esposa, la señora de Álzaga, que, como es nueva, aún cree que hay que interesarse en la conversación de los hombres, sonríe pero por el rabillo del ojo observa el rostro ajado de la mujer mayor que tiene a su derecha, y piensa con alarma que en poco tiempo se parecerá a ella. Como queriendo revertir el tiempo, cada tanto alza las manos y las agita ligeramente para bajar la sangre y acentuar la blancura de su piel. Más tarde, cuando se levanten de la mesa, buscará refugio en un juego de whist. La única que mira el cuadro es la mujer mayor, la señora de Alvear, que alguna vez fue la soprano Regina Pacini: sus ojos evitan la cabeza de su concuñado Errázuriz y se dirigen del ciervo todavía vivo en la pintura al otro, muerto y servido en finos cortes sobre el plato. En la sala renacentista contigua al comedor, entre el follaje de madera, un reloj da la hora. La señora de Alvear siente un escalofrío pero se lo adjudica a una corriente de aire. Últimamente no identifica bien lo que siente. 



Las imágenes de caza no eran una excentricidad en tiempos de Dreux. Evocaban más bien un deporte señorial que había surgido en la Edad Media como marca de clase, cuando la cacería se transformó en un pasatiempo de la aristocracia, o más bien en una ocupación, muchas veces la única, en la que se practicaba para la guerra y, de paso, se medía endogámicamente la nobleza. Para poder ejercer la caza mayor sólo entre pares fue que los señores prohibieron el acceso a los bosques. Las presas grandes se las quedaban ellos; los campesinos debían contentarse con los pájaros y conejos que rondaban por los caminos de alrededor. 

De la fusión del arte italiano de Siena con el flamenco del norte surgió el gótico internacional en las cortes a fines del siglo catorce. Uno de sus ejemplos más deliciosos se encuentra en el manuscrito medieval conocido como Las muy ricas horas del duque de Berry. Ahí, en el calendario de diciembre, un puñado de perros rodea a un jabalí en medio del bosque; parece un Dreux en miniatura. Es probable que el pintor se haya topado con estas imágenes en las visitas que hacía junto a Napoleón III al castillo de Chantilly, donde se conservaban los libros. A la penetración aprendida de Géricault le agregó la estilización lánguida inspirada en los manuscritos, y con estos dos elementos combinados a capricho Dreux creó imágenes donde no hay espacio: sólo presencia material. 

Sientan cómo late en la pintura un simbolismo atávico: los tironeos entre el bien y el mal, la luz y la oscuridad. El ciervo ha sido pintado pocos segundos antes de morir. Un perro le muerde el lomo; otro, una pierna. El animal está a punto de desplomarse, la lengua afuera, el cuello en una contracción exagerada, los ojos mirándonos con el mismo desamparo con que la liebre miraba al príncipe en El gatopardo de Lampedusa: «Don Fabrizio se vio contemplado por dos ojos negros invadidos por un velo glauco que lo miraban sin rencor pero con una expresión de doloroso asombro, un reproche dirigido contra el orden mismo de las cosas». Qué bien entendía Lampedusa cómo las cosas dan vueltas antes de irse, dejan su rastro de caracol, su estela de plata transparente y húmeda, y después se hunden en la memoria. 



Hace tres años, una amiga de los tiempos del colegio salió a caminar por los alrededores de un coto de caza en Francia. Había llegado a París para visitar a su hermana, que siempre había tenido novios extranjeros y que ahora vivía en la avenue Montaigne con un griego millonario que le había dado dos hijos. Mi amiga era morocha, su hermana rubia. Mi amiga no se había casado todavía y ningún trabajo parecía satisfacerla del todo; su hermana había hecho una carrera meteórica en Lacoste hasta llegar a un puesto jerárquico que la depositó en París y le permitió conocer al griego, dejar su trabajo y dedicarse a sus hijos. Mi amiga no tenía plata para viajar, su hermana insistió en que fuera, ella le pagaría el pasaje. 

Cuando llegó, un viernes a la mañana, su hermana le anunció que habían sido invitadas a pasar el fin de semana en un castillo en la campiña. Salieron en auto esa misma tarde, aunque todo indicaba que iba a llover. Había presión en el aire y en cuanto llegaron al castillo se desató la tormenta. Abducida por un fino edredón de plumas, mi amiga durmió hasta tarde al día siguiente. Imagino que mientras se lavaba la cara la sobresaltó el sonido metálico del gong anunciando el almuerzo y se apuró en bajar. Cuando apareció, ya había una veintena de invitados dando vueltas por el parque; caminaban como zombis hacia una mesa larga bajo un toldo al aire libre. Los siguió. Su hermana llegó un poco después y se sentó en la otra punta; se había cambiado la campera de esquí de la noche anterior por un loden verde. De vez en cuando, el viento levantaba un pedazo de lona y mostraba el parque, el estanque cubierto de una capa tan espesa de hojas que no dejaba ver el agua debajo, los enormes árboles aún goteando los restos de la lluvia nocturna, árboles tan viejos que en algunos casos había sido preciso apuntalar las ramas con vigas oxidadas, y ahora se encorvaban como gigantes con muletas. Mi amiga conversó durante un rato con una pareja de arquitectos, pero el aire del otoño estaba frío y en cuanto pudo corrió su silla al sol para calentarse un poco. El resto de la mesa no terminaba aún el café cuando ella dijo que necesitaba estirar las piernas, que desde sus nueve años eran largas como las de un venado. Un chico francés se ofreció a acompañarla. Le sugirió ir hasta el final de la larga avenida y volver. 

Avanzaron despacio, había barro en el camino y el viento soplaba entre las casuarinas. «Es época de liebres, por ahí vemos alguna», dijo el chico. Cuando llegaron al final de la avenida pegaron la vuelta. A lo lejos, desde el bosque vecino, sonó un cuerno. Alguien llamaba a los perros para que regresaran. En ese momento a mi amiga se le hundió una bota en el barro. Forcejeó un poco para liberarla. Medio metro adelante, su compañero le ofreció la mano pero ella se negó: «Puedo sola», murmuró impaciente; un segundo después una bala perdida le entraba por la espalda a la altura del pulmón. Se desplomó sobre el barro; el francés dijo que en su cara sólo había sorpresa: «¿Esto era todo? —parecía decir—. ¿Ya está?».  

Me la había encontrado un mes antes por la calle, no nos veíamos hacía una década y durante un rato tratamos de ponernos al día. Era una mujer atractiva de treinta y cinco años, tenía novio nuevo y un puesto en una casa de remates donde trabajaba muchísimo y ganaba poco, pero no le importaba porque todavía no quería tener hijos. Cada tanto pienso en ella, en el instante en que se le atascó la bota en el barro y quedó parada justo en el trayecto de la bala. Y no sé qué hacer con esa muerte tan tonta, tan gratuita, tan hipnótica, y tampoco sé por qué lo estoy contando ahora, pero supongo que siempre es así: uno escribe algo para contar otra cosa. 


María Gainza