La verdad del deseo
En los últimos años, al compás de las demandas de los feminismos, se ha ido abriendo paso una renovada discusión sobre la sexualidad. Y si prestamos atención a esa conversación actual, si nos fijamos en el murmullo, hay algo cada vez más evidente. Entre los posts de Instagram o los consejos sexuales de las revistas femeninas es fácil detectar un constante discurso sobre el deseo: una invitación a conocer nuestros deseos, a comunicar nuestro deseo, a liberar nuestro deseo. La apelación al deseo se abre paso también en medio de los actuales debates sobre el consentimiento. No pocas feministas defienden que hay que superar el marco del consentimiento —el consentimiento es insuficiente, se dice— para hacer algo más ambicioso: perseguir nuestro deseo. No se trata de decir lo que las mujeres consentimos, nuestra época está preparada para escuchar lo que deseamos. Es más, de un tiempo a esta parte, se dice que una relación no deseada —no solamente no consentida— es una forma de violencia sexual y, así, se escucha cada vez más hablar de besos “no deseados”, fotos sexuales “no deseadas”… El deseo está siendo investido como el auténtico criterio contra la violencia sexual, deviniendo así la verdadera vara de medir para distinguir el sexo de la violencia. La noción de “consentimiento entusiasta”, una fórmula asentada en los discursos contemporáneos oficiales —desde la web de la ONU hasta algunas legislaciones lo incluyen ya— expresa bien cómo hoy, para considerar que el consentimiento es verdadero, le exigimos que venga acompañado por el deseo.
Este giro deseante de la actualidad avanza en detrimento de la voluntad. Los nuevos discursos sobre el consentimiento vierten una sospecha contra la voluntad —la voluntad de la prostituta, la voluntad de la actriz porno, la voluntad de la sumisa masoquista parecen siempre estar afectadas por una falsedad—. Consentir está siempre oscurecido por el poderoso efecto del poder que los hombres ostentan sobre las mujeres. Por contra, al deseo parece asistirle una mística autenticidad. Allí donde una parte del feminismo carga las tintas contra la falsa conciencia, emerge un deseo femenino puro y libre de intoxicaciones patriarcales. Y es así como debe leerse el movimiento tectónico que implica el abandono del lema “no es no” y el paso al slogan “solo sí es sí”. Lo que hay detrás de esta supuesta preferencia por la afirmación (eso que hoy llamamos consentimiento afirmativo) es la suposición, por una parte, de que las mujeres no están en condiciones reales de hacer valer su voluntad diciendo que no y, a la vez, la creencia de que el sí es más verdadero y auténtico porque es capaz de expresar el deseo. El tránsito del “no es no” al “solo sí es sí” no es un tránsito hacia la afirmación —por eso algunos síes, como el sí de la prostituta, están acusados de falsedad— sino un tránsito hacia una afirmación deseante. ¿Cómo saber lo que realmente quieren las mujeres? Poniendo en duda una voluntad siempre potencialmente secuestrada y dando paso a un deseo genuino y veraz.
La película francesa Elle, dirigida por Paul Verhoeven y protagonizada por Isabelle Huppert, abordaba esta cuestión desde un ángulo extremadamente incómodo para ciertas perspectivas hoy hegemónicas. La historia comienza con una agresión sexual y, además, extremadamente violenta. Un desconocido encapuchado viola en su propia casa a Michèle, una mujer poderosa, una ejecutiva agresiva dueña de una empresa de videojuegos. Si la película plantea algo turbador es porque lo que, sin el menor rastro de dudas, ha sido un sexo con violencia, deviene a medida que avanza la película algo fantaseado y deseado por Michèle. La protagonista vuelve a encontrarse con su violador para recrear lo sucedido y acaba convirtiéndose en su principal cómplice y encubridora. Esa inicial agresión sexual, claramente no consentida por ella es, no obstante, inesperadamente deseada porque conecta con las fantasías ocultas de Michèle. Ella, que es y quiere seguir siendo una mujer independiente y poderosa en su vida laboral, tiene deseos de ser dominada en el terreno sexual. ¿Cómo podría seguir siendo esto identificado jurídicamente como una agresión si hiciéramos del deseo el criterio? Si el consentimiento ha de ser “superado” podemos decir, como se dice, que una relación consentida pero no deseada sigue siendo una agresión sexual. Ahora bien, la cara B de esta posición es asumir que no habría legitimidad ninguna para que la ley penalice como un delito lo que le ha ocurrido a Michèle.
Lo interesante de la película Elle es que, además del deseo, va a emerger también la voluntad de Michèle y que lo hará, precisamente, contrariando a sus fantasías y oponiéndose a ellas. El punto de inflexión de la historia llega en el momento en el que Michèle toma la decisión de denunciar a su violador y elige anteponer a su propio placer la consideración de que no es correcto violentar la voluntad (tanto la suya como la de “las otras mujeres” a las que su asaltante podría hacer lo mismo que a ella). ¿Puede Michèle tomar una decisión no deseante y ser, sin embargo, libre? ¿Puede, si elige con la voluntad, seguir siendo ella quien decide? ¿Es más falso su querer cuando elige con la voluntad que cuando desea? ¿Cuándo es Michèle un sujeto libre? ¿Cuando libera su deseo o cuando actúa más allá de él? La conclusión de la película es que si queremos conservar la noción jurídica de violación, ésta solo puede ser entendida como una vulneración de la voluntad, no como una violación del deseo.
Si la película de Verhoeven es tan incómoda y tan necesaria, es porque pone a una sociedad patriarcal ante uno de sus peores fantasmas: una mujer deseante que además desea “mal”. Si algo ha sido tratado como una amenaza son los deseos incivilizados de las mujeres. Los hombres pueden tener deseos oscuros, los nuestros han de ser siempre luminosos. Es contra esa exigencia de virtud moral contra la que escribió el Marqués de Sade, un personaje terrorífico por muchas cosas, pero también, sin duda, por violentar nuestra imaginación sexual, por secularizar a la mujer, por recordar que también las mujeres pueden tener deseos violentos, abusivos, pedófilos, es decir deseos peligrosos para ellas y para los demás. ¿Qué ha de hacer, por tanto, el feminismo contra una cultura patriarcal que ha exigido a las mujeres tener un deseo santo? ¿Qué es liberar nuestro deseo? ¿Vamos a liberar el deseo de las mujeres solo bajo la condición de que sea bello y bueno?
Frente a la reivindicación naif del deseo de ciertos discursos del consentimiento hace falta recordar que el deseo nunca desea “bien”, que nunca deseamos como queremos, que nuestros deseos nunca se atendrán ni a normas morales ni a programas políticos. El deseo, siempre incivilizado, no puede funcionar como verdad y, mucho menos, ante el Derecho. Solo volviendo a santificar y esencializar el deseo de las mujeres podemos depositar en él la responsabilidad moral de ser el límite ante la violencia. Me parece mucho mejor defender que todas, como Michèle, deseamos mal y que por eso el consentimiento ha de tener que ver con nuestra voluntad. Podemos consentir cosas que no deseamos y desear cosas que no consentimos. Defender nuestra capacidad de decir “sí” o “no”, sea o no en concordancia con nuestros deseos, es defender nuestra “mayoría de edad”, eso, por cierto, que todo orden patriarcal ha tratado siempre de negarnos. Y más vale que no hagamos de nuestro deseo el criterio bueno con el que legislar y civilizar el sexo si no queremos que la ley tenga (una vez más) algo que decir sobre nuestros deseos.